VISITAR A PICASSO

31 de marzo de 2022

                                                                                                                                                                Málaga vista desde el Castillo de Gibralfaro. VFS.

Málaga es soñar despierta. Callejear y perderme. También encontrarme. Tener la sensación de 30 grados en la piel en agosto. O más. Conocer al viento caliente, infernal. Taconear por las casetas de la feria. Comer boquerones. Convertirme en boquerona. Saborear hasta el salitre. Tirarme al mar incluso sin saber nadar. Contemplar atardeceres desde el Muelle Uno. Atreverme a llegar a la cima del Monte Victoria. Pensar que es el Olimpo. Hacer un viaje en el tiempo. 

Vitorear en el Teatro Romano. Descubrir los misterios de la Alcabaza. Sentirme reina sobre las ruinas de Gibralfaro. Idolatrar a La Manquita. Coleccionar museos. Visitar a Picasso. Olvidarme de sus siete nombres. Apreciar el arte callejero del Soho. Ver algún día a Antonio Banderas. Celebrar el cumpleaños del Cervantes. Equivocarme de parada. Buscar el faro y encontrar La Farola. Sorprenderme ‘pechá’.

Tomarme unas cañas en Pedregalejo. Mejor unas pintas. Tapear. Probar los espetos de sardina. Enviciarme. Chupetear los dedos. Pedir más ‘pescaito’. Que sea frito. El tinto de verano tampoco puede faltar. De postre, un helado por el paseo marítimo. Luego, un chapuzón en los Baños del Carmen. Ser casi sirena. Toparme con un cubo de Rubik gigante. O con una noria, que ya no está. 

Aventurarme por el Jardín Botánico. Lanzarme a las aguas pantanosas de El Chorro. Deslumbrarme con el Caminito del Rey. Adentrarme en las cuevas de Nerja. Hacer nudismo en las playas de Maro. Asomarme al Balcón de Europa. Desear volar. Retar la noche. Esquivar a los relaciones públicas en pleno centro. Elegir discoteca. Bailar como si nadie mirara. Comerme un kebab a las cinco de la mañana. Jugar al escondite con el frío. Ir en pantalones cortos en septiembre. 

Admirar la pureza de Frigiliana. Desmadrarme en Torremolinos. Tal vez en Marbella (habrá que ahorrar). Pasear por el Bulevar de San Pedro Alcántara. Oler las orquídeas de Estepona. Marearme con las curvas de Ronda. Volver a la capital para estudiar. Empollar las formas de pedir café. No acordarme de ninguna. Tomar un chocolate para disimular. 

Y unos churros, por favor. 

Calentar el alma. Enfriarla con un helado en invierno. Saciarme. Querer más. Impregnarme del olor a castañas. Maravillarme con las luces de Navidad. Asistir al espectáculo de la calle Larios. Entonar villancicos en voz baja. O en voz alta. Qué más da. 

Pasar poco frío en Nochevieja. Quizá ver grumos de hielo cayendo del cielo en enero. Escuchar Tabletom. Colarme en el Festival de Cine. Sacarme una foto con algún famoso. Acompañar la Semana Santa sin ser religiosa. Zamparme un buen campero en Las Merchanas. Terminar con un vino dulce en El Pimpi. 

Y volver a empezar.

EL VIEJO GORRO DE SEDA

25 de diciembre de 2021

                                                                                                                                                                                                                  Navidad. VFS.

Mis grandes manos arrugadas alcanzan una caja escondida en lo más alto de la estantería. El polvo acumulado tras una vuelta al sol la ha dejado amarilla. De un tono sepia como los recuerdos que alberga. La abro. Cotillones verdes y rojos metálico; muérdagos; renos, muñecos de nieve y regalos en miniatura. Tantos colores me ofuscan la vista. En el fondo, un viejo gorro de seda. No de lana. Su suave roce me devuelve a 2025. 

24 de diciembre. El termómetro se teñía de un rojo cada vez más intenso, pero a nadie parecía importarle. Estaban acostumbrados a unas navidades a 30 grados. Lo único frío que había eran los cubos de hielo que flotaban en las bebidas. Alrededor de las once, la gran mesa del comedor se empezó a llenar: arroz con pasas, harina de yuca mezclada con cosas (me dijeron que se llamaba farofa), frutas tropicales, pavo y hasta torrijas. 

Mi esposa, que por aquel entonces era mi novia, me había arrastrado hasta Brasil para pasar Nochebuena con su familia. Me sentía un poco desconcertado. Ni siquiera sabía portugués. Así que tuve que emplear el lenguaje universal para comunicarme: la mímica. También tenía mucha hambre, pero había que esperar hasta medianoche para disfrutar de la cena. Era la tradición. Mientras, los aperitivos volaban. El tintineo de las copas de vino se entremezclaba con las canciones navideñas. Y Jingle Bells sonaba diferente. 

MAÑANAS

30 de noviembre de 2021

                                                                                                                                                                                                        Cielo. VFS.

Los primeros rayos de sol empezaban a despuntarse en el horizonte, y sus cuerpos se atraían de forma inconsciente para amanecer pegados. Él siempre era el primero en abrir los ojos, pero esperaba. Le encantaba verla dormir. Ella lo sabía y a veces tardaba aposta. La verdad es que los dos siempre hacían lo posible para quedarse un poco más en su burbuja. Era como despertar de un sueño y seguir soñando. Él la acariciaba, y ella por fin decidía espabilarse y darle un beso de buenos días. Se mezclaban entre las sábanas, y sus "te quiero" junto a sus risas eran la más bonita melodía. Tras jugar la suerte con piedra, papel o tijera, uno de los dos se levantaba a preparar el desayuno. Siempre tomaban lo mismo. A ella le gustaba el café, y a él el batido de vainilla. Luego, se metían en la ducha intentando alargar cada segundo de la mañana, pero el tic-tac del reloj no paraba. Salían corriendo del baño para ver quién se terminaba de arreglar primero. Apostaban un beso, así si uno perdía, igualmente ganaba. Se tiraban en el sofá el uno encima del otro, arrugándose la ropa recién planchada y ahí se quedaban, mirándose por algunos minutos que parecían eternos. La alarma sonaba: era hora de irse. "Hasta luego, mi amor", susurraban

PLANTAR UN ÁRBOL Y TENER UN HIJO

10 de diciembre de 2020

                                                                                                           Julio de Manuel Écija con su libro Lienzos Literarios. VFS.

No quiso ir a ver las ruinas de Roma ni deleitarse en las playas de Punta Cana. El destino de su viaje de fin de curso fue el Universo de Letras. Julio de Manuel Écija tenía claro cuál sería su regalo al terminar la carrera: publicar un libro. Parece haberlo previsto con una bola de cristal, ya que la pandemia ha dejado a miles de alumnos sin ceremonia de graduación, excursión o fiesta. A él no le importaba nada de eso. Se libró de ponerse la beca de Periodismo de la Universidad de Málaga, “que es muy fea”, e invirtió sus ahorros en 200 copias de Lienzos Literarios, su primera publicación.

Hace seis meses que se ha graduado. Es diciembre y ya se respira la Navidad. Écija aparece de repente bajo las luces apagadas de la calle Larios. Puntual. Lleva puesto unos vaqueros azules y una chaqueta negra. Son las 10.00 horas de la mañana y las tiendas empiezan a despertarse. El cielo aún sin teñirse contrasta con la vida que emerge, tímida, por la arteria de Málaga.

En la Plaza del Carbón, más movimiento. Pasos apresurados se mezclan con otros somnolientos. Algunos van a trabajar. En cambio, Julio de Manuel está en busca de un buen desayuno. Se sienta en la terraza del Café Madrid. “A su servicio desde 1892”. Casi no queda hueco. Familias, parejas, personas mayores en solitario… Y una periodista con su amigo, que hoy se convierte en entrevistado. El camarero se acerca: “¿Qué os pongo?”.
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